martes, 1 de junio de 2010

LA MONTAÑA MAGICA

Thomas Mann, Pocket. Edhasa

«Sólo hemos planteado la cuestión de si es posible narrar el tiempo para reconocer que esa era precisamente nuestra intención en la historia en curso.» Y Thomas Mann logra narrarlo como nadie. Con inusitada maestría nos permite disfrutar de su lento y gozoso decurso a través de la cotidianeidad de la vida apacible de Hans Castorp en el Sanatorio Internacional Berghof, de Davos-Platz, en los Alpes suizos, una cotidianeidad jalonada por las acciones más rutinarias de comer, beber, fumar, reposar o pasear, que bien desearíamos poder compartir, y por las frecuentes conversaciones que tienen lugar entre el protagonista y sus amistades, de las que desde luego quisiéramos ser testigos, aunque hubiéramos de serlo mudos. La rutina no solo no importa, sino que hace atractiva la vida, porque alarga el tiempo, si procuramos no perder la conciencia de su transcurso. Y esto es lo que consigue Thomas Mann, y además nos conduce con extremada armonía por toda la historia de la cultura occidental, tocando los temas más inimaginables: el humanismo, la literatura, la técnica, la vida, la materia, Alemania, la enfermedad, los jesuitas, España, el arte, la moral, la muerte, la tortura, la pena de muerte, la masonería, la enseñanza, la farmacopea, la química, los sueños, la Iglesia, la vanidad, el número π, las finanzas, la música, el espiritismo... Y lo hace musicalmente, porque «la narración se parece a la música», como con una bellísima melodía, que durante casi toda la obra suena en la lengua del narrador, pero que no escurre incursiones en latín, en italiano, en inglés, o en francés sobre todo, que es el idioma del amor.
Si sus más de mil páginas se nos antojan escasas al final de la novela, ello es debido a la capacidad que para narrar con detalle el tiempo derrocha su sabio narrador, porque «sólo es verdaderamente ameno lo que ha sido narrado con absoluta meticulosidad», un narrador que es omnisciente cuando quiere, que dota de autonomía a sus personajes cuando así lo prefiere, que dialoga con sus lectores si lo cree necesario; y también se debe a la traza extraordinaria de personajes inolvidables e irrepetibles, tales como el joven protagonista Hans Castorp, su abuelo Hans Lorenz Castorp, su primo Joachim Ziemssen, los doctores Behrens y Krokovski, los inefables polemistas Settembrini y Naphta, la atractiva madame Chauchat, el desbordante y encantador Mynheer Peeperkorn, la jovencísima médium Ellen Brand y el resto variopinto de pacientes, todo lo cual sumerge al lector en un mundo maravilloso, en un auténtico paraíso, donde hasta la muerte adquiere tanta naturalidad, que la hace perfectamente asumible. Lástima, y aquí quizá estribe el simbolismo de Mann, que todo haya de acabar cuando dramáticas noticias de la guerra, Primera Guerra Mundial, nos fuercen a despertar del ensueño mágico en que su incomparable pluma con tal maestría nos había sumido. JOAQUÍN COPEIRO

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